Cuando estamos enfermos, las personas solemos prestar menos interés a las personas que tenemos cerca y al medio que nos rodea. Una gran cantidad de nuestra atención se dirige inevitabalemente hacia nosotros mismos, a lo que sentimos, lo que nos duele y lo que estamos tratando de curar.
La enfermedad nos muestra nuestra fragilidad. Por ello, dependiendo de cómo llevemos enfrentarnos a ella, la aceptaremos mejor o peor.
Cuando se trata de enfermedades graves, el diagnóstico y el tratamiento posterior modifican en gran medida la vida del paciente y de su entorno. Estos cambios suelen implicar amenazas para el paciente debido a diferentes factores: los efectos secundarios de los tratamientos que tiene que recibir, la angustia asociada a la impredicibilidad e incertidumbre del curso de la enfermedad, las listas de espera tan comunes hoy en día, el cambio que implica tener el rol de enfermo, la pérdida de capacidades, los posibles cambios en la imagen corporal y el afrontamiento de la posibilidad de la muerte.
Foto cortesía de Mario Otero
Sufrir una enfermedad grave implica vivir bajo una importante amenaza, un miedo intenso, sentir sentimientos de desesperanza e indefensión. Por todo ello, muchas investigaciones estiman que alrededor de un 50% de los pacientes muestran síntomas y signos psicológicos relacionados con el nivel de estrés al que deben hacer frente.
En estos casos, el trabajo de los psicólogos consiste en evitar, en la medida de lo posible, que la respuesta de la persona ante la enfermedad alcance niveles desadaptativos de frecuencia, intensidad y duración. Por otro lado, implica tratar de disminuir al máximo su grado de sufrimiento e.investigar los apoyos que tiene esa persona para hacer frente a estos duros momentos y potenciarlos.
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